Por Jorge Álvarez González. Socio del Área de Derecho Público y Urbanismo de ONTIER ESPAÑA
Durante los últimos años los tribunales contencioso-administrativos están declarando la nulidad de multitud de planes de ordenación urbana, generando perversas consecuencias económicas en el sector de la construcción, pero también en las arcas municipales, al tiempo que afecta a los cimientos del principio de seguridad jurídica.
1.- Los devastadores efectos de la declaración judicial de nulidad de los planes generales
El presente artículo aborda un problema espinoso y de perenne actualidad: los efectos de la declaración judicial de nulidad de planes urbanísticos y, en particular, de los planes generales de ordenación urbana. La nulidad de los instrumentos de planeamiento general no constituye un fenómeno aislado en nuestro país, sino que se nos presenta, por el contrario, como un mal común y recurrente del que no parece exagerado afirmar que ha adquirido naturaleza de patología en la última década, en la que capitales de Provincia como Madrid, Toledo, Valladolid, Castellón u Orense, grandes ciudades como Vigo, Gijón, Cartagena o Marbella, y pequeños Municipios como Llanes (Asturias), han visto cómo los tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa han concluido, por razones de índole sustantiva y/o formal, que bien sus planeamientos generales, o bien, en su caso, sus innovaciones (modificaciones puntuales o revisiones), contravienen el Ordenamiento jurídico y deben ser expulsados del mismo con las devastadoras consecuencias que tal expulsión lleva asociada.
Las consecuencias de las sentencias que sitúan al planeamiento general municipal extramuros del Ordenamiento jurídico son, en efecto, devastadoras. Pueden equipararse, si se me permite la hipérbole a fines dialécticos, a los efectos de un terremoto que sacude los cimientos del urbanismo municipal (el planeamiento general) y sus vigas maestras (el planeamiento derivado), dañando su estructura de forma irreversible. El terremoto social, económico, jurídico y político que provoca la nulidad de los planes es un cataclismo de gran intensidad cuyas ondas sísmicas pueden propagarse hasta alcanzar a los actos administrativos como las licencias o los actos aprobatorios de proyectos de reparcelación o compensación, en ciertos casos incluso a aquellos que confiaban contar con el apoyo del artículo 34 de la Ley Hipotecaria y la protección del Registro de la Propiedad, y, por supuesto, también a cientos de edificaciones que, aunque permanezcan en pie, lo harán al borde del colapso sujetas al precario régimen jurídico de los inmuebles fuera de ordenación. Un seísmo que tendrá además sus réplicas en otras resoluciones judiciales, que acarreará efectos psicológicos innegables, en la medida en que pondrá en entredicho el principio de seguridad jurídica, y cuyo profundo impacto en las arcas municipales (costes de la redacción, tramitación y aprobación de nuevos instrumentos de planeamiento general y derivado, costes del rimero de procesos judiciales, devolución de tributos locales, cuantiosas indemnizaciones por responsabilidad patrimonial, etc.) y en la actividad económica, sobre todo en sectores como los de la construcción y el crédito hipotecario ya muy castigados por la crisis económica, no requiere mayor explicación.
Esta imagen como todas las figuras retóricas es válida hasta cierto punto, porque las sentencias que declaran la nulidad de planes generales no son, obviamente, como los terremotos, fruto de un brusco movimiento de la tierra producido por las fuerzas que actúan en su interior sino del ordenado (y legítimo) ejercicio de un derecho fundamental, el derecho a la tutela judicial efectiva garantizado por el artículo 24 de la Constitución, expresado con frecuencia en la acción pública existente en materia de urbanismo y del que se sigue la expulsión del Ordenamiento jurídico de una norma aquejada del más grave de los vicios, al afectar al orden público y al interés general: la nulidad de pleno derecho.
Las infracciones del Ordenamiento jurídico que pueden imputarse a los planes, en cuanto se trata de disposiciones de carácter general, determinan indefectiblemente su nulidad de pleno derecho. La declaración judicial de nulidad de un instrumento de planeamiento excluye su ulterior convalidación y su ratificación por una reforma normativa promovida al efecto. No cabe tampoco la reinstauración de la ordenación declarada nula mediante un instrumento de diferente clase que incurra en el mismo defecto, ni es tampoco admisible la incorporación de las determinaciones del plan declarado nulo a un ulterior instrumento que incurra en igual defecto. La declaración de nulidad de pleno derecho de un plan produce efectos erga omnes y ex tunc y no ex nunc, es decir, que los mismos no se ocasionan a partir de la declaración, sino que se retrotraen al momento mismo en que se dictó la disposición general declarada nula. Quod ab initio nullum est, non potest tracto temporis convalecere. Y, en aquellos supuestos en los que se produce la nulidad de un plan general, recobra su vigencia la normativa urbanística que le precedió y a la que sustituyó el plan anulado (STS de 27 de abril de 1988, Ponente: Excmo. Sr. D. Manuel Gordillo García), porque la nulidad se extiende a los efectos derogatorios que el plan que desaparece del mundo jurídico hubiera podido desplegar.
Aun siendo jurídicamente irreprochable todo lo que acaba de exponerse, hay dos consideraciones que conviene tener presentes en cualquier análisis que quiera acometerse de los efectos de la nulidad de un plan general.
En primer lugar, que los planes son sin duda normas, pero normas singulares que encierran una vocación innovadora y transformadora de la ciudad, del territorio, que a su vez es una realidad cambiante. Aunque afirmemos, en castellano o latín tanto da, que la declaración de nulidad de un plan general conlleva que éste nunca ha existido y que no debió promulgarse, lo cierto es que sí que se promulgó y estuvo vigente y que en no pocos casos es materialmente imposible volver atrás en el tiempo, máxime cuando entre la entrada en vigor de un plan general y el pronunciamiento judicial que lo destierra del mundo jurídico pueden transcurrir no ya años sino fácilmente lustros (el carácter normativo de los planes habilita el recurso de casación ante el Tribunal Supremo y la adopción de medidas cautelares es muy infrecuente en los pleitos de impugnación de los planes).
En segundo lugar y respecto al derecho a la tutela judicial efectiva, es obligado, por un lado, siquiera mencionar los problemas –y enconados debates- que suscita la acción pública urbanística y su abuso (picaresca forense, francotirador o paracaidista son términos críticos para con dicho abuso empleados con profusión, por ejemplo, en el seno de los pleitos sobre la revisión del PGOU de Madrid de 1985 acometida en 1997, en cuya virtud algunos ámbitos de suelo no urbanizable de especial protección se transformaron en suelo urbanizable en correspondencia con los sectores en curso de urbanización más relevantes de Madrid como, por ejemplo, Valdebebas, Valdecarros, Los Berrocales o Los Cerros), así como la controversia acerca de sus posibles soluciones, que van desde su total supresión hasta su limitación o restricción en lo concerniente por ejemplo al plazo para su ejercicio. Es preciso también, por otra lado, recordar que en nuestro Ordenamiento jurídico no hay derechos fundamentales absolutos o ilimitados y que el principio de seguridad jurídica y el derecho constitucional a una vivienda digna sin entrar en colisión al menos se hallarán en contraposición y tensión con el derecho a la tutela judicial efectiva y no deben ignorarse en un análisis cabal de los efectos de la nulidad de planes generales.
2.- Los efectos de las sentencias no firmes que declaran la nulidad de planes generales: la teoría de las partes intervinientes
Hechas las dos anteriores consideraciones, la primera pregunta que cabe formularse ante una sentencia que declare la nulidad de un plan general es la relativa a cuándo empieza a surtir sus efectos la resolución judicial. La respuesta podría ser sencilla si esa sentencia no fuese susceptible de recurso y, en particular, de recurso de casación precisamente por tratarse, como decimos, el plan general de una norma[1]. La pregunta se torna, pues, más compleja, toda vez que el recurso de casación tiene efecto suspensivo, y su respuesta propicia un rico debate doctrinal y una jurisprudencia que ha ido perfilándose y depurándose hasta fijar la doctrina que, a mi juicio, es la correcta.
A este respecto hay que distinguir, por un lado, los efectos de las sentencias no firmes en otros procesos judiciales en curso, de los que puede conocer el mismo tribunal u otros órganos jurisdiccionales y, de otro, los efectos de las sentencias no firmes para la Administración llamada a aplicar el plan general (la norma) sobre la que existe un (primer) pronunciamiento judicial de nulidad, que será generalmente la Administración local.
En el primer caso, en atención a los principios de igualdad, seguridad jurídica y unidad de doctrina y por un criterio de coherencia, la argumentación que sirvió de base a la sentencia (no firme) que declaró la nulidad del plan servirá de fundamento a las siguientes resoluciones judiciales de la respectiva Sala de lo Contencioso-Administrativo, resoluciones cuyo signo (estimatorio) será, pues, salvo raras excepciones, idéntico al de la aquella. No muy diferente será el resultado en el caso de los Juzgados Contencioso-Administrativos que conozcan de los recursos contra los actos de aplicación de ese plan declarado nulo por una sentencia que todavía no es firme. Lo previsible, también con escaso margen de error, será que los Juzgados, en atención a los mismos principios de igualdad, seguridad jurídica y unidad de doctrina y por un doble criterio de coherencia y prudencia, se adhieran a la argumentación que haya llevado a la Sala a declarar la nulidad y estimen los recursos interpuestos contra los actos de aplicación del plan general, entre otras razones porque será aquella la que conozca del asunto en vía de apelación y a ningún tribunal le agrada ver revocadas sus decisiones.
Más dudosa e incierta se presenta, en cambio, la cuestión con respecto a la Administración y, particularmente, la Administración local. ¿Qué debe hacer el Ayuntamiento de turno? ¿Acaso debe seguir aplicando el plan general declarado nulo por la sentencia no firme, aprobando planes parciales y proyectos de reparcelación y otorgando licencias de obras y actividades susceptibles de ser recurridas y anuladas, para tener que afrontar en el futuro el pago de cuantiosas indemnizaciones? ¿Debe, por contra, inaplicarlo y revivir el planeamiento anterior mientras tramita uno nuevo, rechazando de plano todo aquello que no se acomode a él, aunque la sentencia de nulidad no sea firme y nadie haya solicitado su ejecución provisional? ¿Ese proceder no podrá ocasionar a su vez otra avalancha de pleitos y de reclamaciones de responsabilidad patrimonial, que se sumarían a todos los litigios ya en curso? ¿Puede revivirse el planeamiento anterior, aprobado en algunos casos como, por ejemplo, los de Gijón o Marbella hace veinte o treinta años? No es fácil responder a estos interrogantes, ni tampoco lo es tomar una decisión que ante una sentencia que declare la nulidad de un plan general no cabe rehuir por más que esta haya sido recurrida y aún resten años de litigio.
La segunda de estas alternativas fue la acogida inicialmente por la Sección Quinta de la Sala Tercera del Tribunal Supremo en una línea jurisprudencial (teoría de las partes intervinientes) que inició la Sentencia de 17 de septiembre de 2008 (Ponente: Excma. Sra. Dña. María del Pilar Teso Gamella) y que reconoce eficacia inter partes a las sentencias que declaran la nulidad de un plan, de forma que la Administración autora de dicho plan no puede adoptar actos de aplicación del mismo (por ejemplo, la concesión de una licencia) mientras se sustancie el recurso de casación[2]. Hay que precisar no obstante que el Tribunal Supremo ha rectificado esta jurisprudencia. Las Sentencias de 30 de enero y 13 de junio de 2014 (Ponente: Excmo. Sr. D. José Juan Suay Rincón) fueron así el punto de inflexión en el cambio de criterio del Alto Tribunal. La primera de dichas sentencias, de 30 de enero de 2014, en su Fundamento Jurídico quinto, diferencia certeramente entre los efectos de la sentencia no firme en los procesos judiciales y en la actuación cotidiana de la Administración mientras la resolución judicial no gane firmeza:
<<Pese a que en alguna ocasión de alguna de nuestras sentencias habría podido deducirse esta doctrina que el propio recurso se cuida de recordar a partir del tenor del artículo 72.2 de nuestra Ley Jurisdiccional, hemos de comenzar ahora indicando que en sí misma considerada no procede acoger esta argumentación que por tanto procede rectificar.
A la Administración -que indudablemente siempre resulta afectada por la anulación de un reglamento propio (o, en su caso, de un instrumento de planeamiento propio, que es también una disposición de carácter general)- no le es exigible que venga obligada a aplicar de forma inexorable una resolución carente de firmeza en punto a las resoluciones que deba dictar en aplicación de dicho reglamento y le es dable esperar a que la dictada resolución adquiera firmeza a tal efecto.
Es cuestión que queda a expensas de su propia valoración. Y del mismo modo que puede, evidentemente, enderezar su rumbo a partir de la anulación decretada en sede judicial, puede también seguir aplicando el reglamento (a menos claro está que proceda dar el curso correspondiente a la ejecución provisional de la sentencia). Caso de confirmarse la sentencia dictada en instancia, entonces sí tiene que forzosamente que enderezar su rumbo inicial; pero, como dicha resolución judicial podría también llegar a revocarse, la Administración podría seguir ajustando sus resoluciones al sentido inicial de sus disposiciones, sin que pueda formularse reproche alguno contra ella por la expresada razón.>>
No se puede decir más claro, ni, a mi juicio, con más exactitud. Lo que ya no resulta, sin embargo, tan nítido es cómo puede enderezar la Administración su rumbo y recuperar el norte perdido. ¿Inaplicando sin más el plan y reviviendo el plan anterior, arrogándose una competencia similar a la reconocida a los tribunales en el artículo 6 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial y admitida por algún sector de la doctrina? ¿Comenzando a tramitar un nuevo planeamiento libre de los vicios de ilegalidad del anterior? ¿Qué sucederá con los desarrollos en curso, con las edificaciones en construcción? ¿Qué ocurrirá si finalmente el recurso de casación prospera? Es verdad que el Ayuntamiento puede desistir del recurso de casación pero no es menos cierto que cualquiera de las partes personadas en el proceso como codemandada puede mantenerlo y llegar hasta el final. ¿Qué sucederá entonces? De nuevo muchos interrogantes, demasiados, sin que contemos con las respuestas claras y precisas que exige la seguridad jurídica.
3.- Los efectos de la nulidad en el planeamiento de desarrollo, las licencias urbanísticas y los actos de gestión
Para examinar los efectos de la nulidad judicial de los planes generales hay que partir asimismo de la doctrina jurisprudencial de los actos –y de los procesos- encadenados, que aparece expuesta, por ejemplo, en la STS de 28 de junio de 2006 (Ponente: Excmo. Sr. D. Rafael Fernández Valverde), doctrina en cuya virtud la nulidad del plan acarrea inexorablemente la de los instrumentos y actos que traigan causa del mismo, que se verían privados de cobertura jurídica. Ahora bien, esta afirmación tan rotunda hay que rebajarla notablemente.
Una cosa son los instrumentos de planeamiento de desarrollo a los que no es dudoso que el vicio que determina la nulidad del plan general se transmite como una mancha de aceite (efecto cascada), perdiendo su validez al quedar desprovistos de sustento normativo (STS de 18 de noviembre de 2015, Ponente: Excmo. Sr. D. César Tolosa Tribiño).
Otra cosa diferente son los actos administrativos a los que puede no alcanzar la reacción en cadena, ya que hoy es de aplicación el artículo 73 de la LJCA, como en su día lo fue el artículo 120 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de julio de 1958. La jurisprudencia, con ciertas salvedades y alguna contradicción aislada, se halla en este sentido muy consolidada. Las licencias otorgadas al amparo de la disposición general declarada nula habrán así de subsistir, equiparándose la anulación a la derogación, en que los efectos son ex nunc y no ex tunc, aunque sólo respecto de los actos firmes, puesto que en lo atinente a los no firmes existe la posibilidad de impugnarlos con evidentes probabilidades de éxito en base a la nulidad del plan. Las licencias en tramitación pasarán por su parte a carecer del sustento jurídico del plan al amparo del que fueron solicitadas y, siendo las licencias actos reglados, no existirá, en principio, otra opción que su denegación salvo que se acomoden al planeamiento anterior o, en su defecto, en aquellos casos en que su vuelta a la vida jurídica no sea posible, a las normas provisionales que pueda aprobar la Comunidad Autónoma mientras se tramita un nuevo plan.
En lo concerniente a los instrumentos de gestión urbanística que se encuentren en tramitación y aún no hayan sido aprobados por la Administración actuante (por ejemplo, proyectos de reparcelación), cabe preguntarse si sería posible su suspensión. Repárese en que se trata de sistemas privados de ejecución en los que la iniciativa corresponde a los propietarios, ya sea constituidos en Junta de Compensación, ya sea en virtud de un acuerdo para acometer una reparcelación voluntaria. A mi juicio, ante la nulidad del plan y el ya mencionado efecto cascada, sí que sería razonable suspender la tramitación hasta saber qué sucede con el nuevo planeamiento y qué van a hacer el Ayuntamiento y la Comunidad Autónoma, valoración en la que tendrán su relevancia los vicios (formales o sustantivos) cuya constatación por los tribunales haya conducido a la nulidad y también por supuesto el contraste con el plan revivido. La alternativa a observar este compás de espera será seguir adelante hasta obtener una resolución administrativa contraria a la aprobación del instrumento de equidistribución y formular seguidamente, en el plazo legal de un año, la oportuna reclamación de responsabilidad patrimonial, aunque habría otros aspectos a considerar no exentos de complicaciones como, por ejemplo, la disolución y liquidación de la Junta de Compensación.
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