Comemos mirando al mar, muy cerca del mar. Estamos en un pueblo del litoral mediterráneo español, tan cerca del mar, que a pesar de la ley de costas, podemos casi intimar con el mar, con su olor, su ruido. Podemos disfrutar del confort de la hostelería, sentados en una mesa cubierta de mantel blanco y descubrir la personalidad irrepetible de cada unos de los cientos de granos de arroz que ocupan nuestro plato. Encima de la magnifica terraza en la que comemos, desafiando a la gravedad, se alza un edificio de ocho plantas de color blanco, blanco espuma de mar, tan cerca de él, que casi se confunde con la espuma blanca que salta caprichosa en el romper de cada ola. El administrador del inmueble, orgulloso de la oferta que brinda el inmueble que penetra el cielo azul, no deja de repetir, que cuando ve todas las terrazas cubiertas de toallas al viento, es feliz, y lo es, por la posibilidad de exhibir el éxito de su gestión ante la propiedad que le confió la administración de su patrimonio, pero también y mucho, por ser sabedor que contribuye a que muchas familias de capacidad económica no holgada, puedan disfrutar de un paisaje y playa, que también son suyos, y que solo en países como España, gracias a su oferta de miles de camas en el litoral, les permite disfrutar de un entorno que en otros países está limitado a un sector muy pequeño de la sociedad.
El escéptico periodista norte americano que comparte mantel con nosotros, mira el edificio,
ve colores en sus terrazas. No son toallas en busca de cuerpos húmedos, sino carteles en
busca de compradores o arrendatarios. Después de mirar hacía el cielo baja la cabeza y dice seguro. “La crisis durará más o menos, pero estos inmuebles antes o después darán dinero a sus dueños, felicidad a sus ocupantes y trabajo a sus vecinos”.
Alza al aire su copa de rosado fresco, acaba con un grano de arroz pródigo, y brinda por los promotores españoles, mientras las hojas de un ejemplar de inmueble juegan con la brisa marina simulando una llamada a Beatriz, la ministra silenciosa.
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