En los últimos años ha aparecido con frecuencia en los medios de comunicación el llamado mobbing (o acoso) inmobiliario, una expresión con la que se alude a las estrategias desarrolladas por los propietarios de inmuebles para expulsar de sus viviendas a los legítimos moradores.
Estas conductas han proliferado especialmente en algunas ciudades y han estado motivadas, sobre todo, por la vigencia de los llamados contratos de arrendamiento de renta antigua, que resultan escasamente rentables para muchos arrendadores, quienes, sin embargo, no pueden dejar de pensar en que, si la misma vivienda se arrendara a precio de mercado, les proporcionaría importantes ingresos.
A menudo las víctimas de estos comportamientos han sido personas de edad avanzada, que se han visto hostigadas por sus arrendadores de las maneras más impensables: amenazas explícitas, constantes cortes de suministros, engaños sobre las condiciones de pago de la renta para forzar el desahucio, dejación absoluta de los deberes más elementales de mantenimiento de la finca, aparición de vecinos molestos pagados por el arrendador etc.
La gravedad del problema ha obligado a los poderes públicos a tomar cartas en el asunto, pues, si bien en algunos casos se han iniciado procedimientos penales contra los responsables de estos hechos por la comisión de posibles delitos de coacciones, a menudo los jueces y tribunales han negado la relevancia penal de estas conductas por falta de una previsión legal específica.
En estas circunstancias, y dada la incapacidad del Derecho civil para resolver por sí solo el problema, parece existir un cierto consenso en la necesidad de recurrir al Derecho sancionador. Sin embargo, dentro de este último no está claro si el castigo de estas conductas debe atribuirse a la administración mediante la previsión del correspondiente ilícito administrativo o, por el contrario, conviene confiar la persecución de estos hechos a la jurisdicción penal tipificándolos como delito.
La primera vía es la que se sigue en el Proyecto de Ley catalana de Derecho a la Vivienda presentado durante el año 2006. En el art. 45 de esta propuesta legislativa el mobbing inmobiliario se define como «toda conducta que, mediante actuaciones u omisiones diversas, o con abuso de derecho, tenga por objetivo perturbar a la persona acosada en el uso pacífico de su vivienda creando un entorno hostil, ya sea en el aspecto material o en el social o personal, con la finalidad última de forzar la adopción de una decisión no querida sobre el derecho que ampara su ocupación´´.
Estos comportamientos se consideran infracción muy grave y se castigan con multas que pueden alcanzar los novecientos mil euros, unas sanciones que pueden imponerse tanto a personas físicas como jurídicas.
La vía alternativa se encuentra en el Anteproyecto de Ley Orgánica de reforma del Código Penal presentada por el gobierno el pasado verano. En este texto el mobbing inmobiliario se regula como una modalidad de delito contra la integridad moral (art. 173.1 CP), que en el Derecho vigente se define como la conducta consistente en infligir «a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral´´ y se castiga con una pena de prisión de seis meses a dos años.
En el mencionado Anteproyecto se añade un segundo epígrafe a este delito en el que, además de contemplarse el acoso laboral, se establece también el castigo del mobbing inmobiliario, definido como la conducta de aquellos que «en el marco de cualquier otra relación contractual [scil. distinta de la laboral], provoquen situaciones gravemente ofensivas en la dignidad moral de la otra parte, mediante la alteración sensible de las condiciones de disfrute de los derechos derivados de la misma´´.
Algunas voces se han alzado ya valorando en sentido crítico esta propuesta, y ello por diversos motivos: en primer lugar, porque la exigencia de que concurra un grave menoscabo de la integridad moral de la víctima hace pensar en que este precepto podrá aplicarse en muy contadas ocasiones; en segundo término, porque el hecho de que la incriminación de estos hechos se vincule a un delito preexistente ─cuyos requisitos deben cumplirse también en el nuevo delito─ lleva a dudar de la necesidad de una tipificación autónoma; y, finalmente, porque los concretos términos en los que está redactado el artículo dificultan la identificación de las conductas que se pretende sancionar, amén de la importante laguna que supone el hecho de que el castigo se limite a las relaciones contractuales, quedando fuera del tipo los casos de mobbing entre copropietarios o aquellos en los que la víctima es usufructuaria.
A la vista de estos dos proyectos se plantea la duda de qué vía puede resultar más idónea para castigar estas conductas.
Por un lado, el Derecho penal tiene a favor su mayor expresividad y repercusión en la opinión pública, dos factores a tener en cuenta si lo que se pretende es hacer llegar un mensaje de nula tolerancia con estas conductas por parte de las autoridades.
Desde el punto de vista disuasorio debe tenerse en cuenta, además, la previsión de una pena de prisión, aunque su carácter intimidatorio puede verse reducido por el hecho de que se trate de penas breves que, en principio, serán susceptibles de suspensión condicional.
Por su parte, el Derecho administrativo presenta la ventaja de su mayor celeridad y, si bien es cierto que no puede prever penas privativas de libertad, sino sólo multas, la gravedad de éstas y el hecho de que la mayoría de responsables de acoso sean personas solventes invita a pensar en un efecto disuasorio no muy inferior al de las penas de prisión que pueden ser suspendidas.
En la gran mayoría de manuales y tratados de Derecho penal suele dedicarse varias páginas a comentar el principio clásico de ultima ratio, según el cual la pena es el último recurso al que puede recurrir el Estado para evitar comportamientos indeseables, estando sólo legitimado para acudir a ella cuando los restantes sectores del ordenamiento jurídico se hayan mostrado incapaces de impedir tales conductas.
Si todavía le queda algún sentido real a este principio muy probablemente el dilema expuesto debería resolverse a favor del Derecho administrativo, sin perjuicio de que el delito contra la integridad moral se aplicara en aquellos casos más graves, lo que, no obstante, no parece justificar una mención específica al mobbing inmobiliario dentro de este delito.
Sin embargo, en los tiempos que corren cuesta imaginar que algún poder político renuncie a colgarse ante la opinión pública la medalla de la contundencia en la lucha contra un fenómeno tan mediático como éste y lo haga en aras del ideal de la última ratio.
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